martes, 11 de abril de 2017

Carlos Enrique Saldivar

 
Hay algo cerca

—Escucha, hay algo cerca —dijo Manuel.

—No oigo nada —respondió Mauricio. No obstante, abrió bien los oídos.

De repente se escuchó un sonido a lo lejos, grave, hueco, tenebroso, como el rugido de un león viejo. Mauricio salió raudo de la cama. Ser el hermano mayor no le ayudaba en ciertas ocasiones. A pesar de tener catorce años, había cosas que podían perturbarlo como si fuera un niño chiquito que es acosado por leyendas oscuras. Manuel, de diez años, demostraba casi siempre mayor entereza. Lo que más inquietaba al adolescente era la naturalidad del pequeño para asimilar rumores sobre fenómenos fuera de toda lógica, como los aullidos en el monte cercano o las apariciones en el cementerio colindante.

El horrendo sonido volvió a cubrir la atmósfera. Mauricio deseó que su madre estuviera ahí, quizá ella pudiera hallar una explicación racional para lo que estaba aconteciendo, pero su progenitora se hallaba trabajando en provincia, no regresaría hasta dentro de dos días.

Mamá, por favor, te necesito.

Cuando el apabullante rugido sonó por tercera vez, los pensamientos del adolescente se decantaron a un sinnúmero de personas. Entre estas meditaciones se ubicaba el escondido deseo de que su padre no los hubiese abandonado hacía doce años.

¿Qué podía ser aquello? Quizá un perro enorme que estaba enfermo y había sido abandonado. No, era estúpido pensar que podía ser un canino. Tal vez se trataba de un león que se había escapado de algún circo. No era temporada de circos. ¡Tal vez alguien planeaba asustar a los residentes del asentamiento humano con la grabación de… un dragón! No. El sonido debía pertenecer a algún animal vivo. No, aquel rugido era tan siniestro que, en definitiva, había sido creado de modo artificial, en alguna computadora.

—Está cerca, muy cerca —dijo Manuel, recostándose en su cama.

—¡Cállate, Manu!

—Óyelo, pues.

—¡Basta!

El rugido sonó una tercera ocasión.

—Está cada vez más cerca —dijo el niño.

Su casa era pequeña, tenía un piso y seis habitaciones diminutas. Una sala, cocina, baño, la habitación de su mamá, un cuarto donde guardaban la mercadería que su madre llevaba a provincia cada mes para vender y… la habitación con camarote donde los niños reposaban, la cual apenas podía contener todas sus cosas. Cuando Mauricio dormía en aquella estancia, algo extraño tenía lugar. El espacio que le rodeaba parecía agrandarse hasta hacerse tan amplio como un valle. Era una sensación curiosa que le invadía todas las madrugadas en que despertaba somnoliento por culpa de los pequeños animales que criaban en el patio para vender en el mercado cada quincena. El muchacho imaginó que si un dragón llegaba volando, aplastaría la casa en dos segundos, la incendiaría en cuatro segundos y los mataría a él y su hermano menor en ese lapso.

—Ya sé lo que es —dijo Manuel.

—¿Qué es? —preguntó Mauricio, bastante interesado.

—Es un dinosaurio.

Gabriel sintió deseos de reír, empero, un cuarto rugido detuvo en seco sus intenciones.

—Pero ¿qué dices? No puede ser un dinosaurio, porque ellos…

—Sí lo sé, se extinguieron.

—Entonces, ¿por qué dices que es aquel animal?

—Porque lo sé.

—Ni siquiera sabes qué sonido emite un dinosaurio.

—Es cierto, nadie sabe con seguridad qué ruidos hacían esas bestias.

Manuel leía mucho, por ello a sus diez años estaba enterado de varios datos que un ciudadano común desconocía. Iba a la biblioteca cada semana de modo religioso a sacar un libro, el cual generalmente era una pequeña enciclopedia para niños.

—¿Por qué lo aseguras entonces?

—Por eso mismo, por qué no reconozco el sonido. No lo puedo identificar con el de algún animal conocido. Por ello estoy seguro de que proviene de un dinosaurio.

No se oyeron más estridencias lúgubres por un buen rato. Ni después.

—Me voy a dormir. Prohibido ver televisión, son las once. Hasta mañana, Manu.

—Hasta mañana, Mauri. ¿Y si esa cosa viene?

—No vendrá, los dinosaurios no existen. Quizá lo hemos imaginado todo. Ya duérmete.

—Voy a leer un rato.

—De acuerdo.

Mauricio se durmió rápido. Podía reposar con luz.



Despertó de madrugada. Y, según lo acostumbrado, vio la oscuridad extenderse ante él, metros de metros; la habitación parecía crecer ante sus ojos. Las tinieblas no eran totales, un brillo tenue penetraba a través de la ventana, tal vez algún poste de alumbrado público encendido. No había ruidos. ¿Qué lo habría despertado? Ni siquiera había estado soñando.

Mauricio miró hacia su costado izquierdo y se sacudió de miedo, frente a él se hallaba el rostro impertérrito de su hermano, este se acercó al borde su cama. ¿Qué estás haciendo, Manu, qué...? De pronto la casa comenzó a temblar como si fuese azotada por un sismo leve. ¡Es él! Claro que es él. La enorme ventana en el otro extremo de la habitación se destruyó en un millar de pedazos y una enorme boca verde, repleta de dientes, penetró. ¡El dinosaurio, el dinosaurio! Manuel se hizo a un lado y se apoyó en la descascarada pared cediendo terreno. Oyó la voz:

«¡No viene por mí, viene por ti!»

Mauricio intentó saltar de la cama, aunque ya era demasiado tarde, tropezó y cayó de costado sobre el gélido suelo. Me busca a mí, solo a mí. Pero ¿por qué? ¡No! ¡Es un sueño, nada más que un sueño! La bestia lo abrazó con sus enormes colmillos y lo levantó del piso, Mauricio comprendió que aquello no era un sueño, la presión era muy real, muy vívida. Ya sé por qué, ya lo sé. Recordó lo que había hecho unos días antes cuando su pequeño hermano dormía. Sintió asco, repulsión, pensó que aquello únicamente había sido una pesadilla, no, no, ocurrió de verdad, ¿por qué lo hice?

Lo único que alcanzó a ver en esa semioscuridad fue el ligero brillo de dos dientes enormes, metálicos, que se hundían una y otra vez en su pecho y abdomen. Y lo último que oyó fue dos cruentas palabras similares a los rugidos de un reptil:

¡Ya llegué, ya llegué, ya llegué, ya…!











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