lunes, 6 de julio de 2015

Paulo Manterola






                                                  La chica1

Una vez conocí a un hombre que fue un asesino en otra vida. Conservo su recuerdo en mi mente, en mi espíritu y en mi piel como si el tiempo, ya casi una vida, nunca hubiera pasado. No sé cómo ni por qué, pero lo supe en ese mismo instante en que lo conocí: estaba en sus ojos. Esos ojos tiernos y condenados. Todas las vidas que había despedazado, el sufrimiento, el horror, el asco, el desprecio por la vida humana, la tristeza que engendra esa oscura sensación de sentir el alma corrompida, todo estaba ahí, en su mirada. Y yo pude verlo, lo sentí, y no pude evitar enamorarme de él. Era un hombre agradable, carismático, encantador. Me resultaba ridícula toda esa idea y, a la vez, fascinante. Nunca me puse a pensar desde hacía cuánto tiempo cargaba con todas esas desgracias. Sentía escalofríos nada más que con pensarlo, y creo que sentía también algo de lástima por él, en cierto grado. Un pobre hombre que arrastraba un sino que era como una gangrena en su corazón, y él apenas si podía intuirlo. Sin embargo, me sentía cautivada profundamente por todo ese extraño ensueño.
Lo conocí mientras trabajaba de recepcionista en una agencia de seguros. Yo tenía veintidós años en ese momento y él, casi cuarenta. Se paró frente a mí ese día y yo ya no pude alejar mi mirada de su rostro, con algo de miedo y ternura al mismo tiempo. No escuché una sola palabra de lo que había dicho. Al darse cuenta de esto, simplemente se sonrió. Todo empezó como un juego. Unas semanas después, comenzamos a vernos con frecuencia durante un tiempo que duró entre tres y cuatro meses. Era un buen hombre, siempre caballero y generoso. No es que tuviera grandes gestos, sino que resultaba agradable estar cerca de él. Generalmente, nos veíamos en mi departamento, después de mi trabajo. Siempre me traía flores, me llevaba a cenar o a tomar algo y me obsequiaba todo tipo de estupideces nada más que para sacarme una sonrisa. Antagónicamente, él era un hombre muy serio; y yo estaba enamorada de este hombre, si tengo que ser horriblemente honesta. Él sabía bien cómo tratar a una mujer y también se daba cuenta de esto, aunque no se comportaba con soberbia. Raras veces se quedaba a dormir. Mientras más tiempo pasábamos juntos, menos sentía yo que sabía sobre él. Era obsesivamente organizado y meticuloso tanto en su aspecto como en sus formas de actuar y de pensar. Todo debía tener un orden, un procedimiento, y una anomalía también. Pero lo que había entre nosotros lo descolocaba (creía yo), aunque quisiera disimularlo. Una fuerza que estaba más allá de nuestros impulsos más primarios nos dominaba. Ya no sé. Y, aunque a veces sentía que podía desmenuzarlo como si estuviera hecho de arcilla y polvo, con una mirada que parecía no tener rastros de humanidad alguna, me disuadía de cualquier certeza que yo creyera tener; era él, siempre (aunque yo quisiera engañarme), quien marcaba el ritmo, la intensidad, la pausa y la vibración de cada uno de nuestros momentos. Todo era un cálculo o una variable para él. Y yo estaba rendida a sus pies.
Me contó un día que, unas semanas antes de haberme conocido, había iniciado una especie de terapia con una psicóloga y tarotista. Me dijo además que esta mujer le había hecho una carta astral antes de establecer y acordar un tratamiento. Frente a sus ojos y su conciencia, comenzó a desenmarañarse entonces una cadena de horribles pasados que cargaba sobre su espalda: guerras, asesinatos, perversiones, ferocidad, engaños. Todo eso que yo ya sabía, que había intuido nada más que con mirarlo a los ojos. Cada vez que me hablaba de todo esto se sentía realmente confundido, aunque no molesto; no perdía la serenidad cuando me contaba estas cosas y, en ocasiones, hasta le resultaba divertido. Parecía haber hecho todo tipo de atrocidades, y nadie lo había obligado. Yo, por otro lado, me sentía inmensamente privilegiada de ser su confidente. Él nunca antes había creído en nada de lo que esta mujer le explicaba, pero ahora quería respuestas, alguna respuesta, sobre alguna cuestión que todavía no sabía cuál era tampoco. Fue un momento extraño de su vida aquel que le tocó en suerte compartir conmigo, todas esas experiencias. Algún impulso desesperado de su ser por creer en algo lo llevaba a sentirse movilizado por las cosas que esta mujer le decía sobre él. En algún lugar profundo de su existencia, debía hallarse todo eso. Y era en esta vida en que le tocaría pagar, y tal vez así haya sido. Y para eso, tal vez también haya sido necesario que se cruzara conmigo. ¿Quién sabría?
Yo necesitaba conocer todo sobre aquello, y él se sentía cada vez más perdido entre todo ese caos de visiones, imágenes y simbolismos. En este nuevo escenario al que había sido arrojado, no era deseado siquiera por él mismo, y eso le resultaba desconcertante, extraño y perturbador. El verme a mí le daba cierta sensación de seguridad, creía yo. Sus sesiones eran poco ortodoxas. Siempre, todo lo que sucedía allí, lo era. Aquella mujer le pedía que hiciera dibujos y que inventara historias a partir de estos, que las escribiera, haciendo asociación libre, sin pensar en las palabras y su significado. Después, sobre esas historias, ella profundizaba en el análisis y mantenía con él conversaciones que funcionaban como disparadores de muchas otras cuestiones. En algunas sesiones, era sometido a una suerte de hipnosis o regresión a vidas pasadas. Y todo eso él lo compartía conmigo, entusiasmado, excitado, como un chico que le muestra el cuaderno de clase a su madre, orgulloso: los escritos, los dibujos, todo. Me había entregado también las grabaciones y hecho prometer que no se las mostraría a nadie. Confiaba demasiado en mí, más que en cualquier otra persona. Y parece una locura admitirlo, pero yo quería, deseaba, por momentos, que esa alma putrefacta, esa sombra de lo que fue, que estaba escondida en su ser, se hiciera carne en él y se mostrara ante mí, me tomara con toda su fuerza y su brutalidad, y me hiciera suya. Siempre tuve esa fantasía latente en todo mi cuerpo.
Había una sesión entre todas, una de las primeras, particularmente perturbadora, en la que él contaba una sucesión de sueños que había tenido y que lo perseguían todavía. Después de escucharlo una y otra vez, las imágenes de ese mismo sueño vinieron a mí una noche mientras dormía. Me desperté muy alterada, desconcertada; necesitaba trascribirlo todo. Me sentía verdaderamente aturdida. Incluso temía que, mientras escribía, sentada en la cama, en medio de la oscuridad, aquellas imágenes tomaran vida de pronto entre las sombras de mi habitación, en el aire que respiraba o, lo que hubiera sido peor, dentro de mí. Pero terminé por desechar todo lo que había escrito. Decidí que lo mejor sería escribir la historia como me fue contada a mí, a través de él, y esa misma noche comencé a desgrabar las sesiones en las que hablaba de aquel suceso en su inconsciente. La forma en la que él contaba esos episodios me resultaba estremecedora, las palabras que utilizaba. En un principio, describía un campo en las afueras de Inglaterra que, un tiempo después, me enteré que existía físicamente y pude comprobar que era idéntico a como él lo describía, hasta en el más mínimo detalle, pese a que nunca había estado allí. Una vez que terminé, volví a la primera página y escribí en el margen superior de la hoja la palabra interrupción. No podría recordar por qué lo hice realmente o si me sentía yo misma en ese momento. Paul Valéry, sin embargo, una vez dijo que “todo comienza por una interrupción”.
Durante ese tiempo nos veíamos seguido, dos o tres veces por semana. Un día, decidí mostrarle el texto. Era un relato singular, inspirado. Yo quería que él supiera de las cosas que era capaz de lograr, que de todo ese horror podían salir a la luz cosas hermosas. Él había logrado transformar una pesadilla en una preciosa fábula. Al verlo y leer algunos pasajes, se sonrió: estaba nervioso en realidad. No era feliz con todas aquellas visiones que habitaban dentro de su ser, y ahora se le presentaban ante sus ojos. Me dijo que era mejor que lo guardara yo, que todo aquello ya lo hostigaba lo suficiente dentro de su cabeza. Y esa noche, me hizo el amor de una manera inusual. No de la manera en que yo fantaseaba, pero no podría haber sido mejor sin dudas. Tenía una forma de tocarme que todavía hoy recuerdo. Era gentil, cariñoso y al mismo tiempo algo violento, con una energía desenfrenada y vehemente. Somos esclavos de nuestra propia piel, dicen. Y después de esa madrugada, nunca más lo volví a ver.
Las personas nunca fueron difíciles de interpretar para mí; incluso, suelo tener la inteligencia para adelantarme a sus acciones y reacciones. No digo esto con orgullo o soberbia ya que considero que ha afectado negativamente mis relaciones a lo largo de toda mi vida. Pero con él todo quedó sin resolver, para siempre. Y esa fue la peor parte. No poder comprenderlo. La verdad es que nunca me contó demasiado sobre sí mismo, no. Y yo tampoco nunca hice demasiadas preguntas, nunca tuve demasiada curiosidad por saber tanto sobre él; o tal vez sí, pero tenía miedo de las respuestas. Durante el tiempo que pasamos juntos, nada importaba más que ese momento.
La desolación me habitaba. Me había obsesionado la idea de volver a verlo, de entrar en su vida nuevamente. Y hoy, que puedo mirar todo esto desde otra perspectiva, puedo entender por qué. Antes de que desapareciera, yo todavía pensaba seguir viéndome con él algunos meses más probablemente. De hecho, siempre creí que sería yo quien lo dejaría a él. Siempre tuve en mi imaginario un camino visiblemente marcado. Y él rompió con todos mis esquemas. Darme cuenta de que había perdido el control sobre esa relación, sobre mí misma, no poder encontrarle una explicación a su forma de actuar conmigo, me resultó insoportablemente cruel y angustiante. Y es lamentable, desesperante, cuando no se puede o no se quiere entender las razones por las que una se enamora de alguien o por las que lo extraña. Y me aferré entonces con todo mi desconsuelo a sus palabras y trazos.
Las sesiones de regresión a sus vidas pasadas eran historias fascinantes, inquietantes. (Estas grabaciones no contenían las posteriores conclusiones, sino simplemente el relato de los hechos que él iba sintiendo que se desarrollaban). Había hecho cosas increíblemente terribles y había sufrido mucho también. Había sido un mercenario y servido a grandes déspotas; tal vez había sido el asesino del padre de la sinfonía, algo cercano a un inmortal, rey y más aún. Los dibujos que había improvisado me resultaban irresistibles. Uno, entre todos los demás, era tan hipnotizante como incomprensible. Era simplemente una pared desnuda que, en un determinado punto, tenía una mancha espantosa, como si el material del que estaba hecha se hubiera estado pudriendo desde hacía ya mucho, demasiado tiempo. Daba nauseas. Y, aunque pensar que ese hombre había estado dentro de mí por momentos me daba tanto asco y terror, otras veces me hacía sentir magnánima, sublime, trascendente.


Casi la mitad de una vida después, hace unas semanas, me enteré de que había muerto. La noticia de su muerte fue publicada en algunos diarios, hace no más de un mes; se desató un pequeño gran infierno alrededor de todo esto, y toda una gran estrategia de publicidad: no porque él o su asesino o víctima (la forma en que se fueron desencadenaron los hechos de esa noche aún no son claras) fueran personas de gran interés público, sino por todas las circunstancias que enmarcaron aquel suceso y porque a las personas, en general, les encanta especular cualquier tipo de habladurías sobre las vidas ajenas, como si hubiera allí una especie de fantasía o deseo proyectado sobre ellas mismas. De hecho, el otro sí era relativamente conocido; era un escritor menor, pobre y más destacado en el ambiente literario por sus traducciones y correcciones que por su propio trabajo. Debo confesar que todo esto me resulta extremadamente curioso, sobrecogedor y hasta gracioso, de un modo terrible supongo: también lo conocí a ese hombre, al pequeño escritor. Su nombre era Diego. La persona más buena que haya conocido. Me adoraba de una forma intolerablemente tierna. Un hombre terriblemente inteligente, curioso, inquieto y, sin embargo, alegre y optimista. El mundo era un jardín de juegos, y su único deseo era que yo saliera a jugar con él.
Yo ya tenía veinticinco años y Diego era diez años mayor que yo, cuando nos conocimos. Su presencia, para mí, era completamente enternecedora, invaluable. Pero yo no podía, de todas formas. Mi percepción de todo lo que me rodeaba había sido distorsionada, o desvelada quizás. ¿Quién podría saberlo o juzgarlo? Pero ya no me sentía capaz de entregarme a nada ni a nadie. Me sentía discapacitada emocionalmente, pese a que el amor y el cariño que él me brindaba comenzaban a hacerme sentir entera una vez más. Y no me pedía mucho, Diego; inconscientemente, yo le reclamaba mucho más, supongo, por todo lo que me había sucedido.
En ese momento de mi vida, estaba convencida de que las buenas acciones nunca son recompensadas o reconocidas realmente como tales. Las personas son desconfiadas, mezquinas; se manipulan y se maltratan, se lastiman las unas a las otras, incluso sin entender realmente por qué lo hacen. Ninguna persona podría llegar a valorar todas las virtudes que él poseía. Y por eso mismo, estaba destinado a fracasar una y otra vez. Yo lo sabía. Solamente querrían lastimarlo, humillarlo, para que terminara siendo como ellos. En cierto modo, él también lo intuía. En uno de sus cuentos (el mejor de todos los que yo había leído), reproducía una metáfora de lo que él observaba de la naturaleza humana y de cómo se definía esta, comparándola con unos peculiares árboles que había en un bosque de Polonia. Era algo precioso. No podría haber dejado que nadie le hiciera ese daño: preferí hacerlo yo, consciente de todo esto. Para protegerlo, para que aprendiera a protegerse de las personas. Y tal vez yo no lo merecía, o tal vez no me merecía él a mí. Pero definitivamente, no creo que haya sido ese el mejor momento en nuestras vidas para que nos encontremos.
Hacía ya unos cuantos meses que estábamos saliendo. Yo pasaba casi todos los días de la semana en su casa. Era por demás atento conmigo, me desbordaba en halagos, mimos y caricias. Era realmente la persona más transparente que conocí en mi vida, aunque por momentos esto lo hiciera parecer ingenuo. Su complejidad como ser humano estaba a simple vista, y era tan explícito a veces que resultaba desesperante y agotador. Así como en algunas ocasiones solía angustiarse casi por nada, siempre tenía una sonrisa para mí o una palabra sabia. Nos habíamos encariñado bastante el uno con el otro y disfrutábamos mucho pasar el tiempo juntos. Un día, como cualquier otro, mientras él seguía durmiendo y yo me bañaba, me decidí a hacerlo.
Salí de la ducha y sequé mi cuerpo con una calma que hoy me parece aterradora, por las imágenes que estaban acechando mis pensamientos en ese mismo instante. Cuando entré en la habitación, Diego seguía durmiendo. Me senté en el otro extremo de la cama unos momentos y lloré. Después, abrí un cajón de su ropero, tomé algunos cinturones, lo até con delicadeza, entrega y ternura de pies y manos a las maderas de la cama, y me retiré lentamente. Me sentía ida, borrosa. Yo no quería que despertara todavía. De haberlo hecho, me hubiera arrepentido probablemente.
Al volver había despertado, pero ya no me importaba. Mi decisión no tenía vuelta atrás: estaba determinada. Él se mostró algo nervioso y no entendía bien lo que pasaba. Quería decir algo, pero yo le había amordazado la boca con mi pañuelo. Qué me habría querido decir, nunca voy a averiguarlo. Hoy me lamento, me lo pregunto y me arden las ganas de saber: serían tal vez algunas palabras tiernas para disuadirme, o por primera vez podría haberlo visto quebrarse violentamente, rabioso.
Al ver el cuchillo en mi mano derecha, mientras me iba acercando a él, se puso histérico. El terror que había en sus ojos me angustiaba. Por unos instantes, casi torció mi voluntad. Una vez a su lado, comencé a besarlo en la cara, sus mejillas, sus ojos, la frente, en su cuello y en su pecho. Quería que se tranquilizara un poco (tranquilizarme yo también), que no tuviera miedo, que creyera que nada malo iba a pasarle. Aunque fuera una mentira, algún día entendería que lo había hecho por su bien. Le suspiré al oído que me perdonara. Ya respiraba con más calma y había dejado de emitir esos sonidos ahogados que me daban ganas de llorar. No podía soportarlo más. Me aferré con fiereza al cuchillo y lo dejé caer sobre su pierna izquierda, la parte superior; el filo del metal se abrió paso entre su blanda carne, hasta el hueso, una y otra vez, con enajenación y ensañamiento, hasta lo trágicamente irremediable. Había sangre por todo alrededor, toda esparcida por la cama, en mis manos, en mi pecho, y algunas gotas habían salpicado mi cara también. Siquiera lo escuché gritar. Se había desmayado y yo, presa de la euforia, no me había dado cuenta.
Me fui a lavar al baño, con calma y cierto alivio. Me vestí y me senté en el piso, frente a la cama, por un rato largo, mirándolo descansar apaciblemente. Lloré por él, por mí, por este mundo que nos obliga a corrompernos y pervertirnos, corromper a otros, nada más que para seguir adelante. Lo desaté y me fui de ahí lo más rápido que pude, mientras todavía dormía. Después de ese episodio, no volví a verlo. Nunca dijo nada a nadie sobre esto. Nunca nadie vino a buscarme. Y no me arrepiento, sinceramente. Nunca lo hice, ni un solo día. Volvería a hacerlo, una y mil veces. Tomé esa decisión por una buena razón, para su bien, para proteger esa alma tierna, y él lo entendería eventualmente; le llevaría tiempo (sería sensato, no lo dudo), pero lo comprendería. Ya nunca más volvería a confiar en toda su vida.
Creo yo que, a todas las personas a las que llegamos a querer y a darles importancia en nuestra vida y nos influyen (así como nosotros influimos sobre ellas), a todas les entregamos una parte de nosotros mismos, ya sea esta importante, superflua o urgente. A veces lo hacemos por nada, a veces recibimos mucho más de lo que damos: nuestro tiempo, nuestras emociones, nuestras historias, nuestras fantasías. Cada vez que hay un quiebre en esas líneas que cruzan los caminos de unos y otros, que son nuestras vidas, eso significa una pequeña muerte para nosotros. Una parte de todo aquello, de nuestra alma, de nuestro corazón, de nuestras voluntades, todo queda en esa persona y ya no volverá nunca más a nosotros. Habrá nuevas personas quizás, o tal vez no. Lo que sentimos, la forma en que damos lo que consideramos preciado para el otro y todo lo que decimos ya no será lo mismo, no sonará igual, no lo podremos volver a hacer o decir de la misma exacta manera con otra persona. Cada vez que nos vamos de la vida de alguien o ese alguien nos deja, hay una parte de nosotros que debemos dejar morir. Resulta imposible seguir de otro modo. Y para algunas personas este sea quizás un proceso fácil; para otras, no. Pero es necesario e indistinto a todos. Lo que dejamos en todos ellos muere dentro de nosotros, para darle lugar a otra cosa, mejor o peor, ¿quién puede saberlo? No. Una nunca sabe. Y detrás de todas estas muertes, la cadena de sucesos que comenzó el día en que conocí en la recepción de mi primer trabajo a un hombre con la mirada más inquietante y encantadora que alguna vez se posó sobre mí, ha sido cerrada. Me ayuda a vivir creerlo así. Las leyes de causa y efecto que tanto lo atormentaban cuando nos frecuentábamos parecen ya haber caído sobre él, sin dudas. Lo que hace que me pregunte, inevitablemente, cuándo caerán sobre mí. Si será en esta vida; si todo lo que me ha pasado fue mi castigo, o será algo por lo que en otra vida deberé ser castigada; si todo ya se ha equilibrado para mí, si tengo algo que aprender de todo esto, y si será algo bueno, algo malo. Me persiguen todos estos infinitos condicionales, día a día, noche tras noche, todas las horas y minutos…

1

o por qué las mujeres se enamoran de los psicópatas, o las pequeñas muertes.

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