domingo, 7 de abril de 2013

Diego Arandojo




 CORAZA
 
Por Diego Arandojo


La fiebre lo mataba.
Año 1899.
Buenos Aires era un pecado que masticaban los europeos llegados a tierras plateadas.
El simio del zoológico y el gobernante de turno hacían las mismas muecas, pero en distintos ámbitos.
En el llamado “interior” del país, caudillos rezagados y gauchos esclavos lustraban espejos. Espejos que serían vendidos al mejor postor.
La fiebre lo retorcía en un catre, el verano relucía su espectáculo de muerte en cada gota de sudor.
“Alfredo vendrá” se repetía el moribundo.
“Alfredo es un gran amigo” balbuceaba. Como si fuera una oración. Una plegaria.
En el otro extremo de la habitación estaba su esposa, Margarita Ruiz de la Puerta. Española. Gorda. Excesivamente repugnante.
“Olvídate. Alfredo no regresará” apuntaba la mujer.
Se odiaban.

Llovía de pronto. Pero había sol. Fuerte luminancia, que aumentaba la fiebre.
“Alfredo… ¿Cuánto falta?” inquiría el hombre a punto de ahogarse en sus líquidos sudorosos.
Preguntas infames. O en su justo lugar.

La puerta se abrió. Las últimas miradas del hombre (y de su rolliza esposa) se dirigieron hacia el umbral. Una sombra ingresó en el rancho.
Se quitó el sombrero. Se inclinó; era de buenos modales, ataviado como “gringo”.
“Alfredo para servirle” dijo el recién llegado, en un tono de inglés semicastellanizado.

La gorda gritó. No podía creerlo. Allí estaba. Alfred Ross. Antropólogo llegado desde tierras norteñas.
La fiebre no cedió ante semejante presencia.
“Gracias, esto es para ti” dijo el hombre y le entregó una alforja.

La muerte finalmente aplastó su Espíritu. Alfred Ross se lamentó. Incluso en sus ojos había lágrimas. La gorda gritaba sin parar. ¿Estaba lamentando la pérdida de su marido, o la pérdida de la apuesta?

Ross encontró dentro de la alforja un crucifijo invertido. Había una cifra escrita: “21 de diciembre del año de Nuestro Señor 2012”.

Ante este dato, el rostro del antropólogo se ensombreció. Guardó el crucifijo dentro de su poncho sucio, se calzó el sombrero y se retiró silenciosamente.

A medida que se alejaba a caballo de aquel rancho macilento, los gritos de la viuda se mezclaron con los graznidos de aves oscuras.


No hay comentarios:

Publicar un comentario